HAMBURGO – Algunas veces el cumplimiento de una promesa se siente como un castigo. Cuando hace más de un siglo se inventó la radio, el dramaturgo alemán Bertolt Brecht observó que su potencial se podría explorar en plenitud sólo después de convertirse en una herramienta de comunicación, en lugar de un mero canal de distribución. Después de todo, hay una gran diferencia entre poder hablar a muchos y que todos puedan hablar con todos.
En la actualidad las tecnologías digitales han hecho posible esto último, pero ciertamente no han impulsado el entendimiento mutuo ni el razonamiento público. Al contrario, las sociedades abiertas parecen ser las menos capaces de hacer un uso sensato de esta oportunidad tanto tiempo esperada.
Las últimas dos décadas han hecho trizas muchas de las esperanzas que acompañaban a la revolución digital. En vez de un acceso más amplio a hechos en común, tenemos noticias falsas. En lugar de conversaciones, tenemos troleo y sesiones de gritos e insultos. En vez de una diversidad creativa, tenemos nuevos monopolios. En lugar de deliberación democrática, tenemos competencias de bravuconadas. Aquellos que dominan el juego de atraer la atención pueden ganar por un tiempo, pero por lo general producen más ruido que lucidez. La cacofonía del debate público empeora, ya que las plataformas digitales están diseñadas para fomentar la disonancia y capitalizarla.
HAMBURGO – Algunas veces el cumplimiento de una promesa se siente como un castigo. Cuando hace más de un siglo se inventó la radio, el dramaturgo alemán Bertolt Brecht observó que su potencial se podría explorar en plenitud sólo después de convertirse en una herramienta de comunicación, en lugar de un mero canal de distribución. Después de todo, hay una gran diferencia entre poder hablar a muchos y que todos puedan hablar con todos.
En la actualidad las tecnologías digitales han hecho posible esto último, pero ciertamente no han impulsado el entendimiento mutuo ni el razonamiento público. Al contrario, las sociedades abiertas parecen ser las menos capaces de hacer un uso sensato de esta oportunidad tanto tiempo esperada.
Las últimas dos décadas han hecho trizas muchas de las esperanzas que acompañaban a la revolución digital. En vez de un acceso más amplio a hechos en común, tenemos noticias falsas. En lugar de conversaciones, tenemos troleo y sesiones de gritos e insultos. En vez de una diversidad creativa, tenemos nuevos monopolios. En lugar de deliberación democrática, tenemos competencias de bravuconadas. Aquellos que dominan el juego de atraer la atención pueden ganar por un tiempo, pero por lo general producen más ruido que lucidez. La cacofonía del debate público empeora, ya que las plataformas digitales están diseñadas para fomentar la disonancia y capitalizarla.