ATENAS – Hace tres semanas, me prohibieron entrar a Alemania. Cuando les pregunté a las autoridades alemanas quién había tomado la decisión, cuándo y con qué argumento, recibí una respuesta formal de que, por razones de seguridad nacional, mis preguntas no recibirían ninguna respuesta formal. De pronto, mi mente se remontó a otra época cuando tenía diez años y pensaba en Alemania como un refugio del autoritarismo.
Durante la dictadura fascista de Grecia, estaba prohibido escuchar emisoras de radio extranjeras. De modo que, cada noche, alrededor de las nueve, mis padres se acurrucaban debajo de una manta roja con una radio de onda corta, intentando escuchar la emisión griega dedicada de la Deutsche Welle. Mi imaginación infantil se eyectaba a un lugar mítico llamado Alemania -un lugar, me decían mis padres, que era “el amigo de los demócratas”.
Años más tarde, en 2015, los medios alemanes me presentaron como el enemigo de Alemania. Me sorprendí muchísimo; nada podía estar más alejado de la verdad. Como ministro de Finanzas de Grecia, me oponía a la insistencia monomaníaca del gobierno alemán en una austeridad universal dura, no simplemente porque pensaba que era catastrófica para la mayoría de los griegos, sino también porque creía que sería en detrimento de los intereses de largo pazo de la mayoría de los alemanes. El espectro de desindustrialización que hoy irradia una sombra deprimente sobre toda Alemania es consistente con mi prognosis.
ATENAS – Hace tres semanas, me prohibieron entrar a Alemania. Cuando les pregunté a las autoridades alemanas quién había tomado la decisión, cuándo y con qué argumento, recibí una respuesta formal de que, por razones de seguridad nacional, mis preguntas no recibirían ninguna respuesta formal. De pronto, mi mente se remontó a otra época cuando tenía diez años y pensaba en Alemania como un refugio del autoritarismo.
Durante la dictadura fascista de Grecia, estaba prohibido escuchar emisoras de radio extranjeras. De modo que, cada noche, alrededor de las nueve, mis padres se acurrucaban debajo de una manta roja con una radio de onda corta, intentando escuchar la emisión griega dedicada de la Deutsche Welle. Mi imaginación infantil se eyectaba a un lugar mítico llamado Alemania -un lugar, me decían mis padres, que era “el amigo de los demócratas”.
Años más tarde, en 2015, los medios alemanes me presentaron como el enemigo de Alemania. Me sorprendí muchísimo; nada podía estar más alejado de la verdad. Como ministro de Finanzas de Grecia, me oponía a la insistencia monomaníaca del gobierno alemán en una austeridad universal dura, no simplemente porque pensaba que era catastrófica para la mayoría de los griegos, sino también porque creía que sería en detrimento de los intereses de largo pazo de la mayoría de los alemanes. El espectro de desindustrialización que hoy irradia una sombra deprimente sobre toda Alemania es consistente con mi prognosis.